Cátedra sobre decencia o el impulso primario de encontrarse a si mismo.

El orgasmo es por mucho, la forma más auténtica de encontrarse con uno mismo, es un episodio de indiscutible y benévolo egoísmo, el cuerpo entero sucumbe ante el placer y pierde la capacidad de resistirse, de compartirse o reflexionarse; durante ese brevísimo instante somos la versión más poderosa de nuestro ser, un simulacro magnifico del vértigo de la muerte pero estando vivos. El orgasmo en si, puede incluir al otro, pero no se debe a él, es un acontecimiento con individualidad manifiesta que logra acercarnos a la consciencia de nuestro sentir particular. Un derecho fundamental que aun cercado por toda suerte de inquisiciones, ha conseguido sobrevivir a la culpa, al propósito insensato de algunas religiones y culturas de suprimirlo de la piel, del vocabulario y de la memoria. No conozco a nadie que habiendo experimentado un orgasmo, ignore o permanezca inmóvil ante las infinitas posibilidades de su anatomía, un solo Homo Sapiens sobre la tierra que no se haya creido descaradamente libre al menos mientras transita esos cortos segundos. Le temo a las personas que denigran del orgasmo, en especial, porque cuando convertimos el placer en pecado o en delito, nos transformamos en acérrimos verdugos de aquellos que se atreven a disfrutarlo, le damos la categoría de enemigo a cualquier criatura lo suficientemente osada para dejarse arrastrar por la búsqueda delirante de tal éxtasis perverso. No podemos desconocer que somos la consecuencia biológica o cósmica (como prefieran) de al menos un orgasmo (machismo puro, el del padre) el proyecto de nuestra existencia quizás inició abriéndose paso a través de estertores agónicos y gemidos ahogados, de ese momento de infinita soledad que intento esbozar en estas lineas... No es raro entonces anhelar el orgasmo, pues de una manera un tanto mística, ese deseo nos lleva de vuelta al origen de la vida misma y nos atrae sin remedio, al vórtice irresistible de la felicidad.