Pequeño epitafio.


Quiero saber a que huelen mis palabras,
dejar que mi murmullo esté preñado de soles,
abrigar el goteo constante de las horas muertas,
señalar con enojo los futuros felices.
Esta mano es poca para agarrar mi silencio,
acaricio la noche como quién mira un nudo ciego,
desesperada, recuerdo como era mi cuerpo antes del hastío,
me asomo a la jaula con un atisbo de risa...
Siempre la ventana está cerrada
y los fantasmas del fuego ya no me visitan
¿Cómo nombro el vacío con dientes que rodea mi vientre?
¿Cómo espanto la virtud al comienzo de mi sombra?
Si no estuviera tan rota me ofrecería como paisaje,
vendería por besos cada una de mis visiones,
me dedicaría al tedio de la charla fortuita.
No hubo oportunidad para marcar las puertas,
en mí se ahogaron los primarios instintos,
el ser animal que pudo reinar entre mis piernas,
quedó atrapado en balbuceos fraternales,
en miradas inocuas y compasivas que todavía me destrozan...
¿Y el miedo? Qué hacer con este miedo atiborrado de razones,
con este ángel terrible que devora mis horas,
no puedo matarlo quedando así sin luz,
y no puedo dejar que se acumule en mis instantes. 
Un día de estos vendrá la muerte y le contaré cosas,
le hablaré de mi niñez, del mar salado y del vino...
y quizás le cuente esa historia de los cuchillos aterrados,
que huían de la sangre, de la piel y la memoria.
Me angustio con ahínco, con esta rabia intensa,
con los labios desgarrados y el puño contenido,
con los pies atestados de rutas fallidas,
con estertores remotos que se niegan a habitarme.
Ya basta, soy el chirrido pertinaz de un animal que se sofoca,
criatura patética consagrada a las palabras,
pobres mis  pájaros que insisten en volar,
ignoran con terquedad que alucinan...
y yo ¿Cómo puedo olvidarme para que mi piel no estorbe?



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